El misterio se hacía
presente siempre que el estaba frente a ella. Misterio que llegaba por entre
los laberintos del silencio distintivo. Misterio que se instalaba como tantas
noches, dando lugar a la magia para el goce.
Lautaro,
sentía que al palpar aquellas formas, llegaban a él a través del tacto, voces.
Y no sólo eso, también le era posible
ver luces e imágenes sorprendentes que de ella fluían, y esto realmente llenaba
su alma de extraña manera.
Sentía, que
desde aquella imagen de mujer desnuda
que un día él esculpiera en bronce, se contagiaba de algo más que
inspiración. Había una relación de Amor y de deseo. Pero, sabía que esto era
una verdadera locura, estaba conciente de que ella, era sólo una estatua,
aunque en este mar de emociones y alucinaciones lo dudaba.
Raptado por
esos pensamientos, pasó lentamente su mirada por la casa solitaria hasta llegar
a la ventana, cuyo cristal, empapado por la lluvia, le devolvía su propia
imagen. En voz susurrante se dirigió al
hombre de aquel espejuelo, y como quien le habla a un amigo, se dijo:
- ¿Qué te está
pasando hombre? ¿ Acaso, estás perdiendo la cordura?
Tras su figura
en la ventana, se divisaban varias efigies dispersas e inconclusas esperándole
en el recinto despoblado.
Se refregó el
rostro y se dirigió a la cocina, prometiéndose a sí mismo, dejar de pensar
estupideces, al tiempo que bajaba el pote de café de la alacena.
Luego, cuando
estaba bebiendo la humeante infusión, un llanto doloroso y triste de mujer se
oyó desde su taller creativo, donde hace instantes compartía el espacio con
esculturas, mármoles y desorden de artista.
© Patricia Palleres
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